Eso es lo que yo suelo decirle a mis críos cuando lloran por algo, normalmente cualquier intrascendencia de la vida. Pero ya sabemos cómo son los niños, todo les parece gigante, increíble, lo último que le va a pasar en la vida. Una gota de sangre y, ea, ya nos estamos desangrando y se nos salen las tripas.
Bueno, pues alguien me lo debió decir hace un par de días.
Iba yo tan campante y feliz a la consulta de mi rehabilitador, haciendo mis planes para el futuro más inmediato, esperando un alta que no llegó. Y ahí se acabó todo ese día, y eso que eran las 10 de la mañana.
Su receta consistió en un mes más de rehabilitación casera...
Al día siguiente me tocaba montar en bici, y además era cruelmente espoleado por mi colega Juli, quien parece que está en racha de salidas con su nueva montura. Simplemente no me apeteció, y ya está.
No tenía animos, no estaba para muchas bromas.
Quiera la providencia que Juli me llamase por teléfono y me dijera unas palabras de ánimo.
De modo y manera que hoy me levanté un pelín más optimista, agarré la burra y tiré pal campo:
Dos horas y media para cuarenta y cuatro kilómetros, mitad campo y mitad carril bici y carretera forestal. Mucha tela, gran dolor en el muslo, y encima me quedé sin agua a 50 minutos de llegar a casa. Aplicación rápida de hielo a la zona afectada e ingesta de 447 mililitros de zumo de naranja recién exprimido.
Pero sin duda ha merecido la pena, como casi siempre. Ahora les muestro una instantánea de mi Trek Sawyer donde mejor le gusta estar:
Singletrack en todo su esplendor. |
Una pena que el aifón decidiera enfocar lo que estaba más lejos en vez del verdadero objeto protagonista de la composición, pero en fin...
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