Ahora, después de un tiempo, tengo la certeza de que algo ha cambiado, no sólo físicamente, sino en mi estado mental. Perder unos kilos a cuenta de la intensa actividad aeróbica entraba en mis cálculos, aunque no fuera algo deliberadamente planeado. El aumento de la fortaleza de brazos y espalda sí me pilló algo más por sorpresa, pero bienvenido sea. Mis cortas, pero intensas excursiones de rally-enduro han influido en mantener mi cuerpo en forma de un modo que yo nunca esperaba a mis treinta y cuatro años, pero ha sido el freeride lo que me ha cambiado de verdad.
Desde que dejé el bonito mundo de las BH California y GAC Akimoto en mi temprana adolescencia, nunca volví a coger una bici, y hace apenas año y medio, casado y padre por dos veces, decidí abandonar lo que había sido mi mundo en cuanto a afición se refiere: las motos deportivas. Busqué un sustituto en la bici, pero pronto me di cuenta de que eso de pedalear incansablemente durante horas no estaba hecho para mí, más que nada por una cuestión de aburrimiento, de modo que me fui introduciendo en la calle, el campillo, el free y el descenso, por este orden temporal. Me hice con un cuadro P2, que fui montando y mejorando en componentes con el tiempo, y posteriormente una Stinky entró en mi trastero. Una visita a Vallnord primero, me descubrió el descenso puro y duro, y luego un par de fines de semana en la Pinilla me hicieron disfrutar como un niño chico con los enduros, la sección de pasarelas y cortados, y las trialeras y zonas de curvas entre los pinos.
He sentido la emoción antes y después de afrontar ese cortado que una persona en su sano juicio nunca se plantearía. He notado la adrenalina corriendo presurosa por mis venas. El temblor de las manos por los nervios. El reto sicológico de luchar y romper la barrera de una pasarela de equilibrio. El sonido del viento en el casco bajando a toda velocidad entre las sombras de los árboles que mis hombros esquivan a duras penas. El agotamiento físico y mental al final del día. El corazón golpeando duramente el pecho. Pero también he conocido el dolor. He visto la soledad, y el silencio del bosque tras una dura caída. Afortunadamente, las lesiones me han respetado toda la vida, quizá porque soy consciente de mis limitaciones técnicas.
Pero el freeride me empuja a explorar esos límites, elevando la autosuperación hasta las últimas consecuencias. Creo que es sólo cuestión de tiempo el que me haga daño de verdad, pero no tiene porqué ocurrir necesariamente, espero. Mi empeño en avanzar, por ahora, es irrefrenable, y espero estar aún lejos de mis límites, porque me conozco y sé que cuando llegue a ellos, el freeride habrá dejado de tener sentido para mí. En fin, uno se acostumbra a saltar cortados de dos metros, y busca uno de tres. Pero sé que tarde o temprano dominaré el de tres, y entonces habrá que encontrar uno de cuatro metros, o que haya que hacerlo a toda velocidad, por ejemplo. Siempre subiendo el listón. Quizá las pasarelas de equilibrio que vemos en los videos canadienses surgieron de esa búsqueda del todavía más difícil, aburridos ya de vuelos tan imposibles como peligrosos. Pero fijaros que al final han desembocado en lo mismo: tarimas a cuatro y cinco metros de altura y de sólo unos centímetros de anchura en las que una rueda de dos pulgadas y media apenas cabe...
La cuna del freeride más radical se ha convertido en un espectáculo de tintes circenses, en los que es bastante fácil hacerse daño de verdad ¿a cambio de qué? A esa pregunta se tiene que responder cada uno, está claro. La mente es algo muy poderoso, y el autocontrol puede llevarte a hacer cosas increíbles, pero también hundirte en la mediocridad más absoluta. Olvidáos de tal o cual cuadro, de esa maravillosa horquilla, o del cambio RQTRX que nunca falla, porque es cierto que el mejor material siempre ayuda, pero lo importante, lo sabemos todos, está en nuestro interior, en nuestras manos y nuestros ojos. En la coordinación, la fuerza, la destreza y la resistencia.
Libera tu mente, freerider!!
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