sábado, 19 de abril de 2025

Yo, un ciudadano resignado

 Escribió Montesquieu que «una injusticia hecha al individuo es una amenaza hecha a todos». ¿Cuánto mayor será entonces la amenaza cuando la injusticia es institucional y sistemática? O peor, ¿y si la amenaza se convierte en un estilo de gobierno?

La diarrea legislativa no es una afección provocada por la bacteria de la estupidez tecnocrática que descompone las tripas del Estado. Muchos de los trámites que rozan el absurdo no están ahí por error, sino por diseño. Se legisla con la intención de crear cuellos de botella que sólo pueden ser superados mediante la relación de parentesco, sea política o familiar, o el pago del oportuno peaje.

la corrupción es un drama sin gracia porque su destrozo no se limita a la economía; también destruye la moral pública. Si los de arriba hacen trampas, ¿por qué no habría de hacerlas el ciudadano medio? Un sistema donde la corrupción no es la excepción sino la norma contamina las percepciones de las personas, destruye la confianza mutua, estimula el cinismo y convierte la resignación en el estado de ánimo de la mayoría.

«El lenguaje político está diseñado para que las mentiras suenen verdaderas y la corrupción, respetable», escribió Orwell.

Los verdaderos costes de la corrupción no aparecen en los titulares de los diarios. Están implícitos en cada negocio que cerró o nunca pudo abrir, en cada joven sin esperanza o en el que, desesperado, opta por emigrar, en cada servicio público que no funciona o lo hace a duras penas con un coste enloquecido y, sobre todo, en cada ciudadano que, resignado, ya no espera nada de sus representantes. Si acaso, sueña con que el sistema se venga abajo, aunque en su caída se lo lleve por delante. Después de todo, no es que los corruptos hayan convertido el Estado en su cortijo. Es que lo han hipotecado y nos han puesto de avalistas.


Palabras de Manolo Burillo, a quien, a pesar de nuestra diferencia de edad, me unen muchas cosas por lo que parece. 

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